En una fría mañana de enero de 2003, el Columbia despegó de Cabo Cañaveral en la misión STS-107. Fue un vuelo rutinario hasta el 1 de febrero, cuando el transbordador espacial se convirtió en un infierno volante, a más de 1,500 kilómetros de la pista de aterrizaje.
Esto resultó en una enorme tragedia para la misión, con la pérdida de sus siete tripulantes. Sin embargo, posteriormente se planteó un escenario con la posibilidad de una misión de rescate, considerada casi imposible y arriesgada.
Una “misión suicida”, pero posible
La NASA sabía que, durante la misión, el Columbia había sufrido daños por el impacto de la espuma del depósito de combustible, pero optó por no inspeccionarlos.
La Junta de Investigación de Accidentes de Columbia (CAIB) afirmó que, de haber inspeccionado, podrían haber lanzado una misión de rescate. A pesar de los riesgos, la NASA, acostumbrada a superar desafíos, podría haberlo logrado, según la CAIB.
La misión de rescate implicaría el Atlantis y tendría una complejidad y peligro sin precedentes. Los astronautas se someterían a un agotador entrenamiento las 24 horas del día, siete días a la semana. La ventana de tiempo para llevar a cabo la operación sería limitada a unos 30 días, por las reservas de agua y comida del Columbia.
La tripulación propuesta para el rescate habría incluido a Eileen Collins y Jim Kelly, astronautas experimentados. El proceso habría durado unas nueve horas, con dos astronautas más allá de sus límites físicos.
Los efectos del accidente
Aunque la NASA implementó cambios después del accidente del Columbia, marcó psicológicamente el fin del programa de transbordadores espaciales. La tragedia sirvió como recordatorio de los riesgos de la exploración espacial y la importancia de la vigilancia constante.
Aunque se consideró una misión de rescate, la incertidumbre persiste sobre cómo podría haber cambiado el destino del Columbia.