Los juegos de David Cage me frustran.
Me frustran porque siempre parten de una idea que, en manos de un escritor hábil, podría explotarse al extremo. En Heavy Rain la idea era mezclar protagonistas e hilos narrativos hasta descubrir a un asesino en serie. En Beyond Two Souls había un rollo sobrenatural en un contexto militar que era relativamente creíble, todo apoyado en interpretaciones de actores de alto calibre como Ellen Page o Willem Defoe.
Detroit Become Human sigue esa linea de ideas interesantes: un futuro potencialmente plausible donde la inteligencia artificial avanza más allá de lo prudente no es algo ajeno al 2018, sino bastante presente dados todos los avances de la IA y la robótica.
Pero al igual que sus antecesores, Detroit Become Human falla. Y falla porque en vez de tomar esa premisa y construir un guión con cierta pericia para dar un mensaje importante o profundo en las temáticas que toca, hace todo lo contrario: se mantiene siempre superficial gracias al abuso de clichés y de metáforas nada de sutiles, solo puestas ahí porque sí.
En Detroit se narra la vida de tres androides diferentes a lo largo de varios días, intersectando capítulos y -eventualmente- los caminos de todos ellos. Kara es una androide del tipo ama de casa, cuya labor principal es ayudar a sus dueños humanos con las labores del hogar. Markus es un androide ayudante-compañero de un pintor de renombre cuyas funciones son similares a las de Kara, aunque en un envoltorio menos genérico que Kara.
Connor, por su parte, es un detective. Un super detective que se usa ya sea para negociar con rehenes como en la misión de la demo del juego, como también para seguir la pista de los androides divergentes que de un momento a otro tomaron conciencia y quieren ser libres, tratados como iguales.
El juego pone esta situación en contexto al tercer capítulo, con recursos tan básicos como imperdonables. Uno descubre, a través de los ojos de Markus, que los androides se venden como esclavos y que viajan en la parte de atrás del bus, separados de los que humanos disfrutan de las comodidades de los asientos delanteros.
La liviandad con que se tocan temas sensibles en Detroit Become Human es alarmante. Todo se hace con poca o nada delicadeza; todo es muy «en tu cara» sin explicar ni ahondar en ninguno de esos asuntos. «Nos quitan trabajos», le grita un grupo de gente a Markus en la calle, porque, obviamente, los androides son iguales que los inmigrantes ilegales. Más adelante, hay una escena de maltrato y abuso infantil que, con todo lo evidente que es, a los pocos minutos se olvida, casi como si no hubiera existido.
Este rechazo hacia los androides se da por motivos nunca explicados del todo que hicieron que los androides tengan singularidad. Y pasaron de solo actuar como humanos a sentir como humanos, a querer igualdad de derechos y a ser respetados como personas que son. Por ende, a lo largo del juego se repiten frases como «la libertad de mi pueblo», «somos personas también», «las vidas de los robots», y similares, amén de los infaltables guiños religiosos que creo podrían tener sentido dentro de su fantasía si se explicaran de forma más completa o se les dieran un entorno plausible como sí lo hicieron las directoras de The Matrix.
Pero eso nunca sucede. Pasan y pasan los capítulos y las alegorías son cada vez más inverosímiles. Hasta ridículas, al punto que Markus «convierte» a androides esclavos tocándoles el brazo y diciéndoles «eres libre ahora», como si fuera una secta religiosa.
El problema de Detroit es que su pluma nunca jamás crece o sube de nivel. Solo va por el camino hablando de ciertas temáticas porque en Quantic Dream así entienden que debe hacerse con las historias que ellos denominan «maduras». Pero las alegorías, para que funcionen, requieren de cierta sutileza. No por reemplazar a personas de raza negra o a inmigrantes con androides que repiten frases calcadas de otros lados, una narración se convierte automáticamente en profunda o madura.
Eso es lo que hace Detroit, justamente: pone a los androides en el lugar de los rechazados, pero nada más.
David Cage, el autor y director del juego, tiene quizás buenas intenciones al hacer una metáfora de lo que en su momento ocurrió con la revolución liderada por Martin Luther King (justamente en Detroit) o por lo que actualmente ocurre en países donde la discriminación y el racismo son tema contingente. Pero mientras juegos como Deus Ex Mankind Divided o Spec Ops: The Line lo hacen de forma elegante y sobre todo inteligente, Detroit Become Human lo hace a lo bruto, sin ningún cuidado: las lanza sobre la mesa y las convierte en una caricatura.
Los mejores momentos de Detroit son aquellos donde el macro queda de lado. Las secciones de detective de Connor son lo más aceitado de todo y bien podrían ser un producto muy competente por sí solas. Piensen en Batman Arkham Origins, pero sin las partes de acción y solo con las de detective. La idea de las investigaciones aquí se explota de excelente forma y cuando el guión se centra en la minucia -resolver una escena del crimen- y se olvida del conflicto general, el juego brilla.
Pero lamentablemente, luego de esas secciones se vuelve a Markus y su liderazgo revolucionario, o a Kara jugando a ser una mamá protectora. Los diálogos entre robot son una escena cringe worthy (o»incómoda» sería la mejor traducción) tras otra y en la que las opciones de decisión tratan de hacer al jugador empatizar con lo que esos androides están «sintiendo». Pero no resulta.
Y no resulta porque sin una razón de peso, ¿cómo se puede generar algún mínimo lazo de empatía? ¿Por qué habría que hacerlo con estos androides si la única causa detrás de su comportamiento es algo jamás explicado más allá de un «error de software»?
Esto no sucede con Connor y quizás por eso, es el personaje más desarrollado de los tres principales aún con sus inconsistencias. Connor es el único personaje que está escrito para entender su papel como máquina, como una mezcla entre hardware y software y esto es evidente en las opciones para decidir que se le presentan a lo largo del juego.
Cuando Connor conversa o discute con su compañero detective humano, la historia es creíble. Ahí se genera una dualidad, una tensión interesante entre la agresividad e irracionalidad de Hank con la determinación del androide de resolver un crimen. Porque para eso fue programado.
Pero el resto del tiempo, la historia no es creíble. Porque Detroit Become Human jamás se da el esfuerzo de hacer que su propia premisa importe más allá del «porque sí».
A juegos como el Mario Bros. de turno se les exige, antes que cualquier cosa, que su diseño de niveles esté a la altura. En un simulador de carreras, la exigencia está en el modelo de conducción y las opciones de imitar el comportamiento real de los autos. En Dark Souls, lo importante son las herramientas (combate y sistemas afines) para resolver el desafío presentado.
En Detroit Become Human y los juegos de Quantic Dream, la exigencia está en la narrativa porque son juegos que se construyen solo sobre eso y nada más. Su jugabilidad con quick time events y controles sencillos es más que correcta. La puesta en escena es de alta calidad y que decir de la parte técnica; es uno de los juegos visualmente más espectaculares de PlayStation 4.
Pero esas cosas son, a la larga, secundarias. Para un juego narrativo como este lo más importante, lo clave, está en la historia. Si se cuenta bien, el éxito es seguro y prueba de ello son los prolíficos juegos de Telltale Games (unos mejores que otros pero todos, como mínimo, correctos). Si se cuenta al lote o mal, el juego termina mal.
Tal vez sea hora que David Cage explote sus buenas ideas de otra manera, con escritores más duchos o experimentados. Detroit Become Human tiene buenas intenciones y una presentación top que terminan arruinadas por interminables clichés, diálogos genéricos y tópicos sensibles tratados sin delicadeza alguna.