Ingresar al mercado laboral en esta sociedad es un rito de iniciación, un paso enorme entre la adolescencia y un estado burocrático que, a falta de mejor nombre, denominamos adultez. Al ir a una entrevista nos exponemos -somos juzgados, se lleva a cabo una autopsia de nuestras capacidades e intenciones. Cuando me tocó estar en esa situación, hace algo más de una década, me convertí en un superhéroe; no enfrenté mi miedo al ridículo o al rechazo, me puse los anteojos.
Tener puestos los anteojos recetados por el oculista para descansar la vista me cambiaba la perspectiva a la hora de una entrevista. Ingresaba, saludaba, contestaba y me despedía con otra actitud (podía olvidar usarlos cotidianamente, pero nunca para una cita importante). Hace diez años no existía la cultura geek como fenómeno de masas con miopía y astigmatismo.
Por aquel entonces usar anteojos era un signo literal más que un grito de moda: y digo literal porque no hacía referencia a una pertenencia cultural o a patrones de conducta sino al simple hecho de tener problemas en la visión. Y no hace falta ser un intelectual romántico que colecciona primeras ediciones de libros que no le importan a casi nadie o ser un experto en en Big Data para necesitar anteojos; sólo que antes, a pesar de ser una herramienta mágica que puede (o no) haberme ayudado a conseguir un trabajo, eran mal vistos (touché).
Ninguna chica, sobre todo una preocupada mínimamente por su apariencia, habría considerado aceptable mostrarse con anteojos gigantes: para eso existen las lentes de contacto. Claro que eso era antes de The Big Bang Theory y xkcd, antes de que prácticamente se creara una nueva categoría pornográfica.
Sólo la imaginación puede determinar una relación entre los anteojos y los nerds: pero, más importante, los anteojos trascendieron esa subcultura momentánea y se convirtieron en objeto de culto, mucho más que una moda: se convirtieron en el primer fetiche del nuevo milenio.
Si hiciéramos magia junto al Fausto de Goethe y creáramos un homúnculo que represente al zeitgeist, estoy seguro que tendría las siguientes características: tatuajes, un peinado a medio camino entre Skrillex y David Lynch y, por supuesto, anteojos. Grandes, descomunales anteojos que hace una década nadie menor de sesenta años de edad se habría atrevido a usar en público.
Pero entren a Google Trends, busquen cualquier combinación de palabras como “girl”, “sex” y “glasses”: el aumento es simplemente notable y nada tiene que ver con los restos de una cultura que en un momento, antes de internet, supo ser elitista con base en la dificultad de adquirir el conocimiento maravilloso e inútil de una cultura que se referencia a sí misma. No, no van a encontrar muchos geeks en Google Images -sí se encontrarán con muchos tatuajes (un matrimonio hecho en la era digital) y modelos. Actrices, modelos, cantantes; estrellas de Hollywood, teen idols con anteojos.
Chicos lindos, guapos, apuestos, con o sin pelo facial, con rasgos femeninos o rasgos masculinos, con miradas amplias y directas, nunca aburridas, miradas que abarcan el mundo: y entre la mirada y los pixeles un par de anteojos emblemáticos, como los de Harry Potter o como los del Peter Parker de Tobey Maguire.
Chicas lindas, dulces, versiones 3.1 del ideal de belleza occidental, con una sensualidad que poco tiene que ver con proporciones áureas y mucho con un autodescubrimiento sistemático, patológico y divertido. Chicas de entre quince y treinta y cinco años, normales y justamente por eso hermosas o anormales, parte del panteón de deidades de turno. Todas con anteojos, incluso desnudas, pero con anteojos.
Campañas publicitarias, imágenes que retratan momentos imposibles que se transforman en deseo puro al mirarlas, imágenes cuidadosamente diseñadas por expertos en tendencias, tomadas por los mejores fotógrafos junto a las modelos más exitosas y retocadas por los mejores estudios. Habrá, en algunas de esas campañas, algún par de anteojos flotando irreverentemente, aparentemente fuera de lugar.
Podrían haber sido los braces, frenillos o aparatos, esos hermosos antecedentes de la cultura cyberpunk: cromo impecable en los dientes, implantes de acero que modifican la estructura de la mandíbula, que cortan al besar y se notan a kilómetros de distancia. Pero no, fueron los anteojos los que se volvieron sexies, cool -objeto de deseo, superando incluso lo que se encuentra bajo ellos.
Compensándolo en algunos casos, también potenciándolo. Objetos mágicos, antifaces del deseo. Tiene sentido que en un mundo en que no podemos dejar de mirar pantallas LED y en que no comprendemos ni retenemos información de la misma manera al leer en un Kindle que en un libro de papel, los anteojos sean símbolo del tiempo y la sexualidad; pero también habrían podido serlo los frenillos, dada la calidad de la comida a la que estamos habituados, a los aditivos químicos e ingredientes indescifrables que la componen y a las cantidades industriales de azúcar que consumimos diariamente.
Vencieron los anteojos (sin que existiera batalla) y nada tiene que ver la calidez de mi relación con ellos sino, lo sospecho, Google: esa corporación viva y gigante que invierte en I+D el PBI de algunos países “en desarrollo”, paga impuestos en Irlanda, quiere inmanentizar la Singularidad y apuesta en grande por la realidad aumentada de la mano de Glass.
La realidad aumentada es el futuro hecho presente, la evidencia definitiva de que no hay diferencia entre el mundo real y el digital -o la última etapa de la invasión. Anteojos de realidad aumentada que luchan constantemente contra los prejuicios y su propia inutilidad. Imaginen cuál sería el mercado futuro de la realidad aumentada si los anteojos no fueran considerados positivamente, si no fuesen objetos de lujo para selfies, fetiches burgueses de Instagram -un diseño que embellece y da luz en lugar de esconder parte de un rostro.
Imaginen un futuro como el pasado, en que sólo usaran anteojos quienes lo necesiten y a menudo con vergüenza. Es claro (como el agua de filtro) que Google Glass no tiene mercado en un futuro así. Entonces se trata o bien de un curioso fenómeno cultural o de la campaña de marketing más grande, exitosa, y perversa de la historia.