“Los piratas y corsarios del siglo XVIII crearon una ‘red de información’ que envolvía el globo: primitiva y dedicada primordialmente a los negocios prohibidos, la red funcionaba admirablemente. Repartidas por ella había islas, remotos escondites donde los barcos podían ser aprovisionados y cargados con los frutos del pillaje para satisfacer toda clase de lujos y necesidades. Algunas de estas islas mantenían ‘comunidades intencionales’, completas mini-sociedades que vivían conscientemente fuera de la ley y mostraban determinación a mantenerse así, aunque fuera sólo por una corta -pero alegre- existencia.”
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Con estas palabras empieza La Zona Temporalmente Autónoma, texto de Hakim Bey sobre comunidades independientes y autosuficientes que demostraría ser una gran influencia en la creación de Burning Man, ese evento anual tan particular y relacionado con el mundo tecnológico al punto que según cuenta Alexander Bard, filósofo postmoderno y asesor de Google, nadie puede aspirar a un cargo jerárquico en la empresa del buscador sin haber asistido a él por lo menos una vez.
Al día de hoy vemos a los piratas como terroristas de una época en que la economía internacional se medía en los océanos, en que el comercio se realizaba mediante buques y la defensa de los recientes Estados europeos quedaba en manos de sus flotas. Vemos a los piratas como ladrones y asesinos, mercenarios dedicados a tomar ron cuya única posibilidad de redención (además de la valentía de un hipotético capitán noble) se encuentra en Johnny Depp.
Pero lo cierto es que los piratas cumplieron durante un tiempo una importante función social y algunos países probablemente no existirían en la actualidad de no ser por ellos: en algunas ocasiones era el propio Estado el que los contrataba (sí, Inglaterra, me refiero a vos), ya que eran la única manera en la que podían enfrentarse a algunas las grandes potencias marítimas de la época como España y Portugal.
Eventualmente los piratas comenzaron a ser perseguidos y asesinados: en sólo un mes del año 1722 fueron colgados 41 piratas en la ciudad de Port Royal, colonia británica en el Caribe. ¿La razón? La economía mundial estaba cambiando, uno de sus nuevos motores era el tráfico de esclavos y los piratas ya no eran necesarios para defender la ciudad. Los piratas eran el alma de Port Royal, ciudad que tenía tantos taberneros como psicólogos en la Buenos Aires del siglo XX, pero de un día para el otro fueron dejados de lado de manera dramática.
Vemos a los piratas como terroristas, sí: pero los buques piratas eran modelos de organización que rozan en la utopía aún hoy. No había rangos, los botines eran repartidos equitativamente y la única función de los capitanes (quienes recibían la misma porción de las ganancias) era dirigir los combates. Siglos antes que fuera abolida la esclavitud, en los barcos piratas existía plena igualdad: no había esclavos ni discriminación para con raza alguna ni sexo: hay casos de capitanes mujeres y la homosexualidad no era castigada.
Los piratas a veces llevaban su estilo de vida a algunas ciudades y colonias como Libertalia, fundada en Madagascar por el pirata Tew y el monje dominicano Caraccioli a finales del siglo XVII basándose en la Utopía de Tomás Moro. Podemos ver a los piratas como terroristas sin honor, borrachos que hacían cualquier cosa por un botín, pero formaban comunidades autárquicas, democráticas e igualitarias. Los piratas se movían al margen de la ley: en sus barcos y ciudades no se respetaba ley de país alguno sino que se autoregulaban (convirtiéndose en modelo de comunidades independientes, proto-anárquicas).
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Los piratas se encuentran todavía hoy al margen: no sólo de la ley internacional sino de la cultura. Fueron llevados a ese sitio de manera arbitraria, donde terminaron emparentados con ladrones y mercenarios de todo tipo; rodeados de un halo romántico, puede ser, pero se trata del mismo halo que rodea a los personajes de las películas de Johnnie To o Martin Scorsese: criminales, que pueden ser simpáticos, honrados y sabios mientras asesinan a varios personajes secundarios y dobles de riesgo cuyo único fin es, además de morir, demostrar que nada es tan sencillo como parece.
No es de sorprender entonces que tras la revolución de los ordenadores personales y con la aparición de las primeras redes de comunicación digitales, se identificara a los hackers con los piratas de los mares: los dos se encuentran en la periferia y desafían la categorización a la vez que promueven la innovación. El hacker puede ser enmarcado como un criminal que realiza ataques informáticos, pero es en la actualidad la pieza clave del rompecabezas social; cuando lo digital invadió de manera dramática el mundo analógico, todas las metáforas con las que describimos el mundo debieron ser actualizadas y hasta el Mesías se convirtió en hacker.
El hacker no es sólo el encargado de mantener los sistemas informáticos funcionando (y seguros), es un engranaje crucial en el sistema financiero. Esto ha sido así por los últimos veinte años, pero el apelativo continúa. Desarrollo colaborativo, conocimiento abierto, espacios comunitarios de colaboración, maratones de cafeína y código: el hacker impulsa a la sociedad hacia el futuro de una manera similar al pirata con sus comunidades autónomas e igualitarias. La respuesta natural entonces es criminalizarlo (de nuevo), deteniéndonos en los ataques realizados sin permiso, en robos de información y hackeos de cuentas de correo de celebridades; después de todo el *copyright* es Sagrado y el hacker cree que la información y el entretenimiento deben ser gratuitos: SACRILEGIO.
A la par que aumenta el grado de interdependencia entre los mundos analógico y digital, naturalmente, aumenta el poder de los hackers -a medida que tiene más y más poder, se hace más peligroso: su conocimiento y su potencial son su maldición-. Es un movimiento geológico y cultural obvio e inevitable. ¿Invasiones? ¿Armas biológicas? La guerra misma se actualiza al siglo XXI: un pequeño ejército de hackers es infinitamente más económico y efectivo, sin mencionar sigiloso.
Un grupo terrorista no necesita siquiera poner un pie en un país para atacarlo; no necesita conocer sus calles, mas que recorrerlas por Google Street View. Y como si fuese la última misión de un Splinter Cell, prácticamente no hay manera de descubrir al responsable del ataque. Se suele considerar como responsables de los ataques a países porque simplemente el deface así lo dice: un grupo hackea un sitio web y enarbola una bandera en HTML diciendo que se trata del Grupo para la Liberación de una Minoría Étnica y Religiosa de Oriente Medio. Muy bien, ¿cuáles son las pruebas de que hayan sido ellos y no la mayoría (étnica y religiosa) o una corporación con intereses en la zona que se beneficiaría de un conflicto armado?
Si el trabajo fue bien hecho no habrá evidencias salvo documentos de inteligencia que tampoco podemos saber hasta qué punto son ciertos o no: el mundo de la ciberguerra es peligroso e incierto; no entendemos al hacker. ¿Desarrollo colaborativo o estafas con tarjetas de crédito? Un script kiddie que ofrece sus servicios en Craigslist; Anonymous; ingenieros en seguridad informática que trabajan para un gobierno (probablemente democrático, probablemente no): ponemos a todos en la misma bolsa. No hay conferencia de hackers que no esté infestada por miembros de agencias de seguridad espiando, investigando, reclutando: siglos después, ni siquiera entendemos todavía al pirata.
En estos días se habla de ataques terroristas a Sony y el mismo Obama (quien hace días se convirtió en el primer presidente en aprender a programar) debe aclarar públicamente que considera que el ataque a la empresa se trata de un acto de “vandalismo” y no de guerra. También se habla de represalias, aunque nadie esté seguro de que el ataque haya surgido en Corea del Norte.
Pero tendría sentido, ¿no? En lugar del asesinato de un príncipe o la invasión de un país europeo, o la “amenaza” de armas de destrucción masiva, tendría todo el sentido del mundo que una guerra comience no por los delirios de Putin ni por la incapacidad de Obama por frenar a los sectores más poderosos, retrógrados e inconscientes del Ejército, sino por una película de Seth Rogen y James Franco. En el medio, los nuevos piratas, terroristas que violaron la privacidad de Jennifer Lawrence y que pueden iniciar la Vigésimo Tercera Guerra Mundial explotando una vulnerabilidad con metasploit en el momento equivocado a la víctima menos pensada.